FOTOKOTORI
Hoy vuelvo al pueblo después de meses. Hace mucho frío pero luce el sol. Miro con nostalgia los montes
de finales de otoño. Otro otoño: el olor de las hojas que caen, de las nubes
pasando rápido y de la niebla que se
incrusta en los poros de la roca para meterse dentro, muy dentro de la tierra
que está sedienta.
Cruje la puerta del zaguán cuando
la abro. Todo sigue igual, pero no. Conforme avanzo noto en el rostro los
hilillos de seda de las arañas que se han afanado en las habitaciones vacías, en
los rincones donde invisibles corrientes de aire conducen a los insectos para
convertirse en alimento de las nuevas generaciones.
El aire de la casa parece haberse
congelado. También el tiempo. Las agujas del reloj se han detenido en una hora
cualquiera del día o de la noche, quién sabe, en una posición absurdamente
asimétrica.
Me afano en moverme rápido y
ventilar esos espacios cargados de densidad. Mis dedos se han endurecido por el
frío y están tan torpes que apenas atinan a manejar las llaves de paso.
La leña que hay preparada cerca
de la estufa ha sido horadada por bichillos pequeños. Cuando la enciendo, por
los agujeros que han dejado, sale algo de humo. No es la primera vez que observo
algo así, pero siempre me sorprende y me hace gracia.
La casa entra en calor. Yo tardo
más. No puedo ni sentarme a comer del frío que tengo. Miro por encima el prado
que da a la casa. Está muy verde. Cuando me fui, en plena sequía de verano,
temía no volver a verlo reverdecer. ¡Cuánta preocupación en vano!
Al pie de los ventanales hay
muchas moscas y moscones patas arriba. También hay una mantis verde y muerta.
Lo curioso es que cuando empieza a subir la temperatura de la casa algunas moscas
reviven y zumban en el suelo girando sobre las alas que mueven para, imagino,
poder enderezarse y alzar su vuelo.
Aunque me parezca algo cruel,
decido barrer y recoger a todos esos bichitos antes de que se produzca una
resurrección masiva.
la casa del pueblo;
el leve roce en el rostro
de las telarañas
Mercedes Pérez kotori
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