LA TIERRA DE UN SOLO
COLOR
El
traqueteo casi imaginario del shinkansen
Tsubame* que me lleva a la isla Kyûsu
y la tranquilidad que da el saberme a salvo de robos y demás percances, dibujan
en mi cara una sonrisa bobalicona de la que soy consciente gracias al reflejo
que de vez en cuando veo en la ventanilla del tren bala con nombre de pájaro en
el que viajo acurrucada.
A una velocidad inapreciable debido a la
distancia, cientos de estelas funerarias en arrozales que reflejan el cielo,
barcas varadas en el lodo, torii en
la orilla de bosques sagrados o cuervos caminando por la nieve de primavera, van
dejando en mí una impronta de acuarela con efecto de tinta corrida a la espera
de ser perfilada en algún momento que desconozco si llegará. Un paisaje hipnótico
que carece de significado en un espacio en continuo movimiento. Imágenes
absurdas que cobran sentido más allá de la razón, porque forman parte de mí sin
yo saberlo.
A
pesar del tiempo transcurrido, a pesar de la nebulosa que se apodera de los
recuerdos y las vivencias, aquí estoy, de pie, quieta y sola bajo una lluvia
que no cesa observando un peculiar y minúsculo taller artesanal en un callejón
del barrio antiguo de Nagasaki. Apenas metro y medio de fachada abierta a los
elementos, resguardado tan solo por un toldo de plástico traslúcido y un
pequeño mostrador que limita el aquí y el ahora con el más allá. En el centro
de aquella estancia hay un irori* hundido
en el suelo de tierra como única fuente de calor y casi de luz. Junto a él, un
hombre vestido a la antigua usanza con aire de ser un alma vieja, pinta sobre papel de arroz paisajes y poemas. De vez en cuando levanta la mirada
hacia la nada y bebe en silencio un sorbo de té. Da igual que, sin el menor
pudor, le mire desde el callejón, ni que la lluvia golpee atronadora sobre el
enorme paraguas rojo que me cobija. Parece que esa pertinaz cortina de agua me
hace invisible a sus ojos.
En
la pared del fondo rozando un rincón del taller, hay una puerta entreabierta
que aviva desde la penumbra la oscuridad de un espacio que se intuye grande y
profundo. Da la sensación de que este pequeño hombre es el guardián de la
entrada a un lugar sagrado y que protege un gran tesoro con su presencia.
De
pronto, tras el calor que sale del fogón y que hace temblar ligeramente el aire,
se hacen visibles una mujer vestida como una pobre campesina y un niño. Ambos
están en cuclillas observando al varón. Parecen su familia, pero ¡son tan
diferentes!
La
mujer descubre cerca del irori un
sapo que infla su buche. Sin ningún tipo de emoción, lo rocía con un líquido y
le prende fuego. En su agonía silenciosa, el sapo se convierte en un pato sin
plumas que al tiempo, se metamorfosea en un conejo sin piel, brillante, casi
etéreo, como un holograma o como una nube a punto de romperse en el cielo. Y
ante mi asombro, ¡no pasa nada! Esa acción violenta no altera la atmósfera de
la estancia. Es como si no hubiera ocurrido allí. El pintor inmutable, abstraído, moja el pincel
en el suzuri* al tiempo que recoge
con un viril gesto la manga de su kimono. Por un instante, contiene la
respiración. Yo también.
Mientras
el pelo del pincel se desliza sobre el papel de arroz, la lluvia se acalla convirtiéndose en un
húmedo roce que va cobrando significado:
”
El dolor sólo tiene sentido en este mundo”
Levanta
la vista de la caligrafía y mirándome a los ojos por primera vez pero sin sorprenderse por mi presencia, me
indica la puerta que en la penumbra, espera a ser traspasada.
Dudo
y pregunto con voz muda:
-¿Y debo ser yo? ¿Acaso me estabas esperando?-
Una
ráfaga de viento, la misma que hace temblar al enorme alcanforero de la colina
sembrada de tumbas, arranca el paraguas de mi mano y quedo en un segundo, empapada
de tibieza hasta el alma. Miro mis pies descalzos, desnudos, limpios que se
encaminan hacia la puerta que indica el pintor. No puedo hacer nada por
evitarlo, ni quiero. Las huellas húmedas de mis pies quedan dibujadas en el
tatami que piso y tengo la certeza de que no se van a borrar a pesar de su efímero
destino de impermanencia.
Tras
esa puerta abierta en la penumbra comienza a nevar, tan copiosamente que el
mundo desaparece fulgurante en una blancura que todo lo iguala: la Tierra de un
solo color.
El
tren Golondrina se ha detenido en
medio de la nada por primera vez en su historia. Imposible avanzar por caminos
que ya no existen. El silencio de la enorme nevada le ha acallado a él también.
Ahora
sé que no existo. Que sólo soy conciencia que observa sin poder intervenir.
Desde el reflejo del cristal de mi ventana con fondo de nieve, alguien a quién
conocí íntimamente me devuelve la mirada y sonreímos. Estamos a casa.
Kotori
* shinkansen Tsubame : Tren bala Golondrina. El equivalente al AVE español
* irori : Es un tipo de chimenea
consistente en un hoyo cuadrado escavado a ras de suelo, tradicional en Japón.
Se usa para calentar el hogar y cocinar
*suzuri : Tintero tallado en
piedra negra soluble al agua, usado para el arte de la caligrafía o el sumi-e.
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